Poder, escritura y conciencia. 

ElAvance | 08 octubre 2025

Marino Berigüete. 
Politólogo. 

Con los años —y quizás también con el desencanto que dejan ciertas experiencias— he llegado a una convicción que no se debilita, sino que se vuelve más firme: cuando el poder y la escritura se acercan demasiado, terminan corrompiéndose mutuamente. Y si alguna de las dos sobrevive a ese abrazo, no es por virtud, sino porque ha renunciado a su esencia. 

El escritor que se arrima demasiado al poder se vuelve complaciente. Pierde el filo, escribe no para incomodar sino para justificar. Y justificar el poder —cualquiera que sea su color— es la forma más elegante de ponerse al servicio de la servidumbre. 

El escritor que se respeta a sí mismo, que quiere conservar su independencia, debería mirar la política con una desconfianza casi instintiva. No porque la política sea indigna en sí misma —aunque a veces lo parezca—, sino porque su lógica de pactos y concesiones choca de frente con la libertad creadora. 

Lo que en literatura nace de la imaginación y la crítica, en política se acomoda al cálculo y la conveniencia. Son dos lenguajes que pueden rozarse, pero rara vez se entienden. 

Pienso, por ejemplo, en Luis García Montero y su cercanía al gobierno de Pedro Sánchez. ¿Podría, llegado el caso, hacer lo que hizo Octavio Paz en 1968, cuando renunció a su cargo diplomático tras la matanza de Tlatelolco? Paz entendió que el escritor que calla ante la represión se vuelve cómplice, y que renunciar, en ese momento, no era un gesto heroico, sino una obligación moral. 

O quizás siga un camino más parecido al de Gabriel García Márquez, que defendió con lealtad a Fidel Castro incluso en sus excesos, no tanto por ideología como por amistad. Algunos lo vieron como una traición a la libertad; otros, como prueba de que la lealtad personal a veces pesa más que cualquier doctrina. 

Y está la tercera vía: la de Mario Vargas Llosa, que rompió con la izquierda latinoamericana cuando descubrió que tras su discurso redentor se escondía una nueva forma de tiranía. Defendió el liberalismo, con todos sus defectos, porque lo consideró el único escudo posible frente al abuso del Estado y las mafias políticas. Pagó el precio: perdió lectores, viejos amigos y fue acusado de traidor. Pero la coherencia casi nunca sale gratis. 

Creo que el escritor, si de verdad quiere honrar su oficio, debe ser sartriano. No en las contradicciones políticas de Sartre, sino en su idea esencial: el compromiso. 

Un compromiso no con partidos, ni líderes, ni banderas, sino con la verdad que surge de la escritura y que obliga a incomodar tanto al poder que detestamos como al que nos seduce. Porque no hay neutralidad posible: el silencio también toma partido. El escritor que calla ante el abuso es un cómplice pasivo; el que escribe para adornar el discurso oficial, un propagandista. Ninguno de los dos merece llamarse escritor, en el sentido más profundo del término. 

A veces participo en tertulias, no en salones literarios con aroma a pasado, sino en cafés ruidosos donde las voces chocan como espadas melladas. Allí coinciden entusiastas de proyectos imposibles, nostálgicos que rumian agravios y, de vez en cuando, algún interlocutor que me recuerda que el debate sigue siendo uno de los pocos espacios vivos de la democracia. 

Lo preocupante es que muchos ya no discuten para entender, sino para reafirmar sus prejuicios. Y así, el pensamiento crítico —que debería ser una práctica común— se convierte en el esfuerzo solitario de unos pocos. Pensar cansa, porque obliga a leer, contrastar, escuchar, admitir errores. En cambio, repetir consignas es más fácil, más cómodo y, sobre todo, más rentable. 

El poder, en todas sus formas, se alimenta de ese cansancio. Sabe que una sociedad agotada es dócil, y que la docilidad es el terreno más fértil para la arbitrariedad. Por eso desconfío de los gobernantes que se presentan como salvadores: ninguno lo es. El político que promete liberar al pueblo suele terminar encadenándolo de otro modo. Y el escritor que se presta a ese juego se convierte en su coartada intelectual. 

No creo que el papel del escritor sea diseñar políticas públicas ni escribir programas de gobierno, pero sí señalar lo que no funciona, denunciar las incoherencias, recordar que la libertad es frágil. Cuando el escritor renuncia a esa tarea, deja un vacío que pronto llenará la propaganda. 

En mi caso, no puedo separar la escritura de la época que me ha tocado vivir. Y mi época está marcada por el cinismo político, la corrupción normalizada y la confusión ideológica. Vivimos en un tiempo donde el debate público se ha convertido en un choque de consignas, y la política, en una extensión de los negocios. 

En este contexto, escribir con honestidad es una forma de resistencia. No se trata de pontificar ni de posar de moralista, sino de mantener el vínculo con la gente real y recordar que detrás de cada decisión política hay vidas concretas, no estadísticas. 

Porque, aunque el poder seduzca, siempre será más digno escribir para los lectores que para los gobernantes. 

Al final, el único pacto legítimo del escritor es con su conciencia. Todo lo demás —los honores, las invitaciones, los aplausos del poder— es, como diría Vargas Llosa, literatura en el peor sentido: ficción al servicio de los poderosos. 

Y hay algo aún más preocupante: cuando el escritor abdica de su función crítica y la política se convierte en puro espectáculo, la sociedad se acostumbra a vivir en una idiotez satisfecha. Los ciudadanos ya no quieren ser informados, sino entretenidos; no buscan entender, sino confirmar sus prejuicios; no reclaman libertad, sino comodidad. 

En ese paisaje de pasividad, el poder gobierna sin oposición real: no necesita convencer a nadie, le basta con distraerlo. 

Un país así no se destruye de golpe, sino poco a poco, hasta que la degradación se vuelve paisaje y la mentira, costumbre. 

Y cuando eso pasa, el escritor que aún conserva algo de lucidez no puede callar. Su deber es sacudir ese letargo colectivo, incomodar a los satisfechos, recordar que pensar sigue siendo el acto más revolucionario que nos queda. 

Porque si el escritor renuncia a esa tarea, no solo traiciona a la literatura, sino también a la libertad misma.