La política como espejo de la condición humana

ElAvance | 08 octubre 2025

Johnny Pujols
Secretario General PLD

Se repite con frecuencia la afirmación de que la política está enferma, de que los políticos son el verdadero problema y de que la vida pública se ha convertido en un territorio condenado a la desconfianza. Esa sentencia se pronuncia en cafés, tertulias y redes sociales como si fuese una verdad absoluta. Sin embargo, más que un diagnóstico profundo, se trata de una simplificación que oculta lo esencial: no es la política la que fracasa, sino el ser humano cuando olvida su propósito. Las instituciones no nacen corrompidas; lo que se resquebraja es la integridad de quienes las conducen.

Ese dilema, lejos de ser exclusivo de la política, atraviesa toda actividad humana. Un médico puede convertir la medicina en un negocio y olvidar el juramento hipocrático; un ingeniero, sacrificar la seguridad de una obra para reducir costos; un maestro, manipular conciencias en lugar de educarlas. ¿Diríamos, entonces, que la medicina, la ingeniería o la pedagogía están dañadas por naturaleza? Evidentemente no. El problema nunca está en la actividad misma, sino en los fines con los que se ejerce. Lo mismo ocurre con la política: no se degrada por el simple hecho de ser política, sino cuando quienes la practican olvidan el propósito que le da sentido y utilizan el poder delegado de manera irresponsable, sin horizonte ni vocación de servicio.

La política, en ese sentido, no es más vulnerable que otras profesiones. La diferencia está en que, al ser una actividad esencialmente pública, expone con mayor crudeza tanto los excesos y los abusos como los actos de grandeza y sacrificio. En la medicina, en el derecho o en los negocios también se violan límites éticos: se comercia con la vida, se manipula la ley, se negocia con la verdad. La política, por su visibilidad, refleja con más claridad lo mejor y lo peor de la condición humana, y de ahí su carga simbólica: se convierte en un espejo colectivo donde todos miramos, con esperanza o con desencanto, nuestras propias virtudes y carencias.

El verdadero dilema no es si la política es digna o indigna, sino la tensión que atraviesa a quienes la ejercen: entre la nobleza y el despropósito, entre la vocación de servicio y la tentación del abuso. Los seres humanos somos capaces de organizar, cuidar y construir, pero también de degradar, manipular y destruir. En ese vaivén se juega la dignidad de la política, porque ella solo puede ser tan noble como lo sean los propósitos de quienes la conducen.

De ahí que todas las profesiones tengan líneas rojas que marcan la frontera última de su legitimidad. El médico debe cuidar la vida, el juez impartir justicia, el maestro educar, el periodista informar con veracidad. Del mismo modo, el político debe orientar su acción al bien común. Cuando esos límites se respetan, la actividad se ennoblece; cuando se traspasan, se vacía de sentido. Y ese olvido no revela el fracaso de la política en sí misma, sino el fracaso del individuo en concreto, incapaz de sostener el peso de la responsabilidad que le fue confiada.

Por eso, la tarea de nuestro tiempo no consiste en despreciar la política ni en demonizar a quienes la ejercen, sino en reclamar humanidad, propósito y coherencia en su práctica. No basta con señalar los abusos: es necesario exigir integridad como condición de legitimidad y recordar que el poder, antes que un privilegio, es un encargo que implica límites, sacrificios y deberes.

La política no es un territorio maldito ni un espacio condenado. Es un espejo: refleja lo peor y lo mejor de quienes la ejercen. Y mientras mantengamos la voluntad de practicarla y defenderla con integridad —y de exigir ese mismo comportamiento en los demás— seguirá siendo una de las expresiones más altas de nuestra vida en común, no como un escenario de desencanto, sino como un horizonte de dignidad compartida.