El valor de ganarse el sueldo

ElAvance | 27 octubre 2025

Gabriel del Gotto

Hay una línea fina entre cobrar y ganarse el sueldo. La primera te da estabilidad; la segunda, sentido. Cobrar te mantiene; ganarte el sueldo te da nombre, obra y sueño. El cheque es papel; la obra, rastro.

Hablo de todo oficio: talleres y oficinas, aulas y cabinas de radio, hospitales y fincas de cacao. En lo público y en lo privado, la inercia premia la permanencia; el oficio, el resultado. Quien ama crear no quiere dinero quieto: quiere reto y propósito.

Soñar no es lujo: es herramienta. Sin agenda, el sueño es un espejismo caro. “Quien tiene un porqué encontrará casi cualquier cómo”, escribió Nietzsche. El porqué lo pones tú; el cómo se llama trabajo bien hecho.

La excelencia no cae del cielo: se cultiva. Will Durant, resumiendo a Aristóteles, dijo que somos lo que hacemos repetidamente. Si repites excusas, te vuelves excusa; si repites rigor, te vuelves necesario. La reputación es el eco de lo que haces cuando nadie mira. Y Martí dejó el algoritmo antes de los algoritmos: hacer es la mejor manera de decir.

Hannah Arendt distinguió entre labor, trabajo y acción. En calle llana: no basta con ocupar horas ni producir cosas; hay que provocar cambios. La acción ocurre cuando un gesto tuyo altera una realidad. Por eso la fe en lo que haces no es mística; es método. Creer es seguir corrigiendo cuando nadie aplaude.

Esto vale para todos: la enfermera que no se salta el protocolo; el herrero que lima una vez más; la maestra que prepara clase aunque no la evalúen; el programador que documenta; el músico que ensaya cuando ya no dan ganas; la atleta que repite el movimiento hasta que el cuerpo lo entiende; el panadero que ajusta la levadura por humedad. Enamórate del problema, no del aplauso. Lo demás es utilería.

Ganarse el sueldo es un arte de tres movimientos: promete poco, mide todo, corrige sin queja. Sin métricas caminas a ciegas; sin corrección te hunde el orgullo; sin prudencia te mata la vanidad. “Debes cambiar tu vida”, ordena Rilke desde un torso de mármol. También en el oficio: si no mejora el indicador, cambia el proceso; si no mejora el proceso, cambia tú.

No hay vergüenza en querer crecer. La hay en dormirse en la hamaca mental del cargo, el título o la etiqueta. Lo que degrada no es moverse: es quedarse donde ya no aportas. Hay gente que vive de los puestos; otros, de lo que producen. Los primeros coleccionan credenciales; los segundos, catálogo de obra. Y la vida —que huele la utilidad— respeta más a los segundos.

La picardía también cuenta. El profesional serio no se casa con el cargo: se casa con el problema. Cuando sube, no sube él solo: suben sus soluciones. Trabaja con fechas, no con pretextos. Aprende a decir “no” a lo urgente que sabotea lo importante. Priorizar es cortesía con tu misión. A veces eso exige irse. No por rabia, sino por respeto. Un salario sin obra es una siesta con traje.

Una orquesta, una empresa, una institución pública, una familia, una banda de barrio: todo mejora cuando la gente decide ganarse el sueldo. Menos guardianes del ritual y más artesanos de resultado. El emprendimiento, el servicio, el arte, el deporte: lo verdadero empieza el día después del aplauso, cuando toca mantener, iterar, sostener.

Porque el verdadero privilegio no es tener un cheque fijo: es la libertad de hacer algo que valga la pena. Y esa libertad no te la regalan: te la ganas cuando tu nombre y tu resultado se vuelven sinónimos. Cuando alguien, al ver una obra terminada, pueda decir —sin saber quién eres—: aquí trabajaste tú.