El ego en los partidos políticos

ElAvance | 16 julio 2025

Marino Berigüete 

Desde que tengo uso de razón he visto cómo el ego ha sido un factor constante —y muchas veces decisivo— en la dinámica de los partidos políticos en la República Dominicana. No hablo sólo desde la teoría, sino desde la experiencia vivida, observada, sufrida. El ego, esa voz interna que busca validación, que exige protagonismo, que teme la irrelevancia, ha sido causa de rupturas, traiciones y derrotas. Es, quizá, la fuerza más poderosa y menos reconocida que moldea el destino de los partidos. 

No sé si es el poder el que despierta el ego o si el ego es la motivación primaria de quienes buscan el poder. En todo caso, cuando alguien se acerca a una cuota de influencia, esa voz interna se amplifica. El reconocimiento se vuelve exigencia. El disenso, una amenaza personal. La crítica, un insulto. En ese punto, la política deja de ser un espacio de construcción colectiva para convertirse en una selva de egos heridos, reclamando respeto, exigiendo lugar, dispuestos a dinamitar lo que sea con tal de no ceder. 

La historia reciente de los partidos dominicanos es una galería de escenas protagonizadas por egos en guerra. Dirigentes que prefieren perder una elección antes que apoyar a un adversario interno. Líderes que no soportan el ascenso de nuevos cuadros y bloquean cualquier renovación. Fracturas que no obedecen a diferencias ideológicas profundas sino a resentimientos personales, a heridas mal curadas, a batallas internas que se vuelven públicas y desangran al partido. 

Y, sin embargo, los que más lejos han llegado, los que han conseguido permanecer, son aquellos que han sabido domar su ego. No eliminarlo —eso es imposible—, pero sí ponerlo al servicio de una causa más grande. La madurez política no es otra cosa que esa capacidad de controlar la necesidad de reconocimiento, de no dejarse arrastrar por el impulso de responder, de ganar siempre, de tener la última palabra. Es saber cuándo callar, cuándo ceder, cuándo retirarse para que el colectivo avance. 

El ego no siempre se manifiesta con gritos o desplantes. A veces se disfraza de dignidad. Se oculta tras discursos de principios que no son más que excusas para no ceder. El ego es el arte de disfrazar lo personal como ideológico. Y los partidos, si no son capaces de identificarlo a tiempo, terminan atrapados en un juego de espejos donde todos creen tener la razón, donde nadie quiere ceder, donde la unidad es imposible porque todos se sienten indispensables. 

Lo más preocupante es que esta dinámica se repite sin que nadie parezca aprender la lección. Cada nueva generación reproduce los mismos vicios. Los partidos no han desarrollado mecanismos reales para contener el ego de sus miembros, para fomentar la humildad política, para construir liderazgos basados en la colaboración y no en la competencia interna permanente. El culto al líder, la lógica de la lealtad personal por encima de las ideas, el clientelismo y la falta de institucionalidad solo refuerzan el problema. 

Si queremos una política distinta, necesitamos líderes distintos. Gente capaz de entender que el poder no es un espejo donde admirarse sino una responsabilidad que se ejerce con los otros. Necesitamos partidos donde el reconocimiento no sea moneda de cambio para la obediencia, sino resultado del trabajo y la coherencia. Y eso empieza por educar el ego, por enseñarle a cada dirigente que su relevancia no está en imponerse, sino en contribuir. 

La política es una actividad profundamente humana, y por eso el ego siempre estará presente. Pero hay una gran diferencia entre convivir con el ego y dejar que lo dirija todo. La historia dominicana demuestra que quienes logran rebasar esa pasión destructiva no solo ganan elecciones, sino que construyen partidos duraderos, más sabios, más fuertes. Y quizá, con suerte, un país un poco mejor.